LA EXPANSIÓN INCAICA: EL TAWANTINSUYU
Los incas configuraron su imperio a partir de una particular visión del mundo, de su
propio universo. Habría que comenzar advirtiendo que la concepción del espacio para
los incas fue anterior a la constitución del imperio.
En todo caso. éste se superpuso
sobre aquél. Porque su mundo y su universo no fueron solamente geográficos sino
fundamentalmente conceptuales y simbólicos.
Este Imperio fue el Tawantinsuyu: las
cuatro partes del mundo (tawa, «cuatro»; suyu, «regiones»).
Y no se trataba exclusivamente de una división geográfica; obviamente era algo más.
En
el conocimiento geográfico y cosmogónico que poseían el norte y el sur no son
relevantes. En cambio, el este y el oeste, en cuanto a salida y puesta del sol, sí, pero no
sólo como orientación, sino fundamentalmente como referencia calendárica, simbólica y
cronológica.
Es mucho más importante en el espacio andino el uso y el manejo de la
verticalidad. En esta cosmovisión, lo simbiótico y al mismo tiempo lo antitético de los
conceptos arriba/abajo, conforman dos referencias fundamentales.
El mundo es vertical, por tanto, existen dos localizaciones básicas: lo que está arriba, Hanan; y lo que está
abajo, Urin. Se trata de dos mundos contrapuestos pero coordinados.
El mundo de
arriba, el Hanansaya (saya, estatura, lugar que se ocupa en la verticalidad); y el de
abajo, Urinsaya.
Pero, a su vez, existe el concepto «suyo»: lugar, región, espacio en el territorio, que
sirve tanto para lo de arriba como para lo de abajo.
Por tanto, cada uno de estos mundos
de arriba y de abajo se dividía a su vez en dos partes, dos territorios: el Chinchaysuyo y
el Andesuyo, ambos de arriba, de Hanansaya; y el Collasuyo y el Condesuyo, de
abajo, son de Urinsaya.
El conjunto de las partes forman el Tawantinsuyo: el mundo.
Cuzco, la ciudad sagrada, es el centro, el corazón del mismo. En ella se halla el eje desde el que parten los «ceques» (líneas imaginarias) que dividen al mundo en estos
cuatro suyos, desde ese punto central hasta el confín de la Tierra.
Como Cuzco se dividía en dos sayas, Cuzco de arriba y de abajo, Hanancusco y
Urincusco, las regiones que partieran de ellos quedaban determinadas por esta
circunstancia.
Cuzco era el ombligo del mundo, que es exactamente lo que cuzco, cusco o kosko,
significa en quechua: ombligo, centro.
El mundo inca es un mundo mítico. Sobre sus orígenes ellos mismos se encargaron de
tejer una leyenda que les proporcionó buena parte de sus señas de identidad.
Decían
proceder del gran lago, el Titicaca, desde donde una pareja original inició un largo
periplo hasta encontrar un lugar donde sus cuatro hijos, cuatro hermanos (dos hijos y
dos hijas), se asentaron: ese lugar fue una cueva cerca de Cuzco.
Dos de ellos fueron los
iniciadores del linaje: sus descendientes eran y serían en adelante incas; pero todos
formaban parte, en mayor o menor grado, de las panacas (familias) imperiales.
Desde esta pareja mitica hasta el inca mandado matar por Francisco Pizarro en Cajamarca, la
tradición señaló doce generaciones, doce incas, una saga.
Cada uno poseyó su propia
panaca.
El primero de estos grandes señores, Manco Cápac, inició la conquista del valle de
Cuzco, expulsando y sometiendo a los otros pueblos que allí vivían. A veces derrotando
a sus ocupantes y otras estableciendo alianzas a través de matrimonios de las princesas
incas (ñustas) con los señores étnicos locales que sometían.
Los chancas, una confederación de pueblos conocidos en la región por su belicosidad,
entraron en conflicto con los incas y atacaron Cuzco.
Fueron finalmente derrotados por
el Inca Pachacuti, aunque a costa de la destrucción de la ciudad. Pachacuti, el
reorganizador, inició entonces la reconstrucción de Cuzco, a manera de re-fundación, lo
re-ordenó y estableció como cabecera de un Imperio (el Tawantinsuyu), dando inicio en
la cronología incaica a un nuevo tiempo (correspondiéndose con la cronología
occidental con el año 1430 d.n.e).
Cuzco cobró entonces naturaleza propia: era más que una ciudad, su simbología
quedó asociada a la del inca, y con él a la del supremo dios Inti, el Sol, quién, según la
leyenda, se había aparecido a Pachacuti para comunicarle que los incas eran sus hijos y
sólo a él debían consagrarle la ciudad.
Con Pachacuti y su nueva ciudad comienza la
constitución política, económica y religiosa del Imperio incaico.
A partir de entonces,
los incas no solo eran reyes poderosos, sino seres sobrenaturales y semidioses que
descendían directamente del propio Sol.
La expansión incaica fue militar, pero también política. En muchos casos, los pueblos
sometidos lo fueron simplemente tras recibir amenazas de la invasión: el sometimiento
implicaba una tributación y seguramente un cambio en las autoridades, aunque también
era posible establecer alianzas. En general siguieron usándose las tradiciones
pre-incaicas.
En otros casos, la ocupación se producía tras una batalla en la que los
señores étnicos locales eran derrotados, sus tropas incorporadas al ejército imperial, sus
tributos dirigidos a Cuzco, las tierras repartidas, la población —en todo o en parte—
removida a otras zonas, y nuevas autoridades impuestas por los vencedores,
normalmente un miembro de las panacas cusqueñas.
En cuanto a los dioses regionales o locales vencidos, podían ser incorporados al panteón
cusqueño como dioses menores seguramente, y el culto imperial, tanto al inca como a
los dioses de Cuzco (Inti fundamentalmente), impuesto o sobrepuesto sobre los
anteriores.
Pachacuti venció a los Soras y a los Collas, anexionándose el entorno del Titicaca.
Hacia el noroeste entró de nuevo en conflicto con los chancas, a los que acabó derrotando definitivamente en una cruel guerra, continuando hacia el norte y
conquistando los reinos situados en el actual Ecuador.
Mandaba entonces las tropas
imperiales un hijo de Pachacuti, Túpac Inca.
Sus sucesores continuaron la expansión, hacia Chile, la selva (Andesuyo), el reino de
los Quito, la zona de Atacama, la costa de Lima y sus valles, el norte chimú, la frontera
con los chiriguanos.
No solamente ocupando y sometiendo nuevos señoríos, nuevas
poblaciones y nuevas tierras, sino también, y esto es importante, desarmando y
ahogando a sangre y fuego los alzamientos locales que se producían casi continuamente.
En muchos territorios andinos existió sometimiento pero no claudicación.
Las leyendas incaicas, por tanto, cuentan cómo esta saga de incas vencedores fue
sometiendo todo el espacio andino.
Una lectura más acorde con lo que estamos
comentando nos muestra a los incas como un señorío étnico en un proceso de expansión
similar al de Wari, con más éxito organizativo, militar, político, económico y religioso,
controlando por la fuerza o mediante pactos y alianzas a otros señores y pueblos.
La
ocupación inicial de Cuzco fue seguramente la primera fase del proceso, en el cual este
grupo inca originario sometió o expulsó de una de las zonas agrícolas más ricas, y con
una ancestral tradición religiosa de lugar sagrado, a otros colectivos allí asentados.
El
acatamiento de la nueva autoridad por parte de estos ayllus o familias étnicas
anteriormente instaladas en lo que luego sería el Cuzco incaico, les permitió hacerse con
hombres y recursos con los que ocupar el Valle Sagrado, los reservorios de maíz del
Urubamba, el señorío de Pisac y sus andenes cultivados, y lanzarse a la guerra todavía
más allá.
Así, buscando las mejores y más pobladas áreas productivas, llegaron hasta el
lago Titicaca por una parte, y a la sierra central por otra, aunque ésta estaba controlada
por los chancas.
A estos últimos tuvieron que vencerles por las armas, ya que
constituían otro señorío en expansión similar al de los propios incas, pero con un nivel
de organización política y militar menor.
De ahí el carácter mítico de la guerra Chanca,
sus peores enemigos, la destrucción de la ciudad de Cuzco, su refundación y el
establecimiento del Tawantinsuyu. La plasmación física y política del nuevo Estado.
El inca Huayna Cápac, siempre combatiendo, murió en Quito víctima de una epidemia
de viruela que había llegado a la región desde el Caribe antes que los españoles.
Sus dos
hijos, uno en Cuzco, Huascar, y otro en Quito, Atahualpa, entraron en guerra por la
mascaypacha, la «corona imperial».
En mitad de la guerra entre los dos herederos, otros hermanos, de apellido Pizarro,
comenzaban a escalar los contrafuertes andinos.
Era el año 1532 y el Tawantinsuyu
pareció estremecerse por entero.
La organización de todo este inmenso territorio es lo más importante y relevante del
período incaico.
Una organización que comienza en su centro: Cuzco. El templo más importante, el
coricancha, («cancha», «recinto») era el templo o casa del Sol, centro desde el cual se
trazaban los ceques o líneas invisibles que dividían el mundo en los cuatro Suyos y que
comunicaban este templo central con los adoratorios o huacas diseminados por la
geografía cusqueña y sus alrededores .
Los ceques conformaron un complejo sistema de comunicación entre los hombres, la
Tierra (la Pachamama), el Sol, los astros, los cultivos y los dioses.
Tierras, hombres y dioses fueron los tres elementos que, en una interacción continua,
constituyeron el alma del incario y de su capital.
La expansión incaica sobre tantas y tan lejanas regiones, el sometimiento de pueblos y
señoríos tan diversos, obligó al establecimiento de un complicado sistema de gobierno
territorial.
La geografía andina quedó, aunque centralizada en Cuzco, dividida política y administrativamente en un mosaico discontinuo de «provincias» con muy distintos tipos
de gobierno, autoridades y especializaciones productivas.
Estas provincias fueron pobladas con mitmaqunas o mitimaes, es decir, familias o
grupos de colonos que eran llevados hasta allí procedentes de otra región.
En los
primeros tiempos, estos colonos procedían de la región de Cuzco, y los trasladaban a
otras regiones para asegurar su dominio o, si se trataba de buenas zonas agrícolas, para
implementar cultivos, aumentar la producción y remitirla a la capital o a otras regiones
donde fuera necesaria.
Más tarde, conforme la expansión alcanzó a territorios más
alejados, se trasladaron pueblos completos de cualquier región y a muy largas
distancias.
Bien para evitar alzamientos o insumisiones de los mismos llevándolos a
otras zonas, o bien mezclando grupos de mayor tecnología agrícola con otros más
atrasados.
Ello originó grandes movimientos de población en toda la región andina, pero
tuvo el efecto de extender y homogeneizar el modo de producción, agrícola, y
de especialización manufacturera, más exitoso.
Fue sin duda el mayor impacto que el
imperio tuvo sobre la región, más allá del dominio político, evidentemente, lo que
más perduró.
Este complicado sistema de «provincias» dispersas, exigía una poderosa, numerosa y
eficiente organización estatal, Un número importante de funcionarios regularon
producciones, recolecciones, almacenamientos, envíos y tributaciones no sólo hacia
Cuzco, el inca o los santuarios, sino entre las diversas regiones.
El sistema funcionó
como los archipiélagos verticales que ya hemos explicado, pero ahora comprendiendo a
toda la región andina.
Estos servidores o funcionarios utilizaron un sistema de contabilidad bastante complejo
de base decimal.
Los encargados de manejar este complicado sistema eran, por tanto, fundamentales en el
control del sistema productivo, redistributivo y fiscal.
Además se necesitaba una red de comunicaciones que enlazara todo el Tawantinsuyu.
La trama de caminos incaicos (y en especial el «cápac ñan» o gran camino) constituyó
otra de sus más importantes aportaciones a la integración andina.
Los servicios y prestaciones que necesitara el inca de sus súbditos debían ser aportados
por éstos mediante la mita (turno): una especie de obligación de servicio temporal para
realizar una actividad concreta.
La comunidad o el grupo sujeto a esta tributación debía
ofrecer un número determinado de «mitayos» por un tiempo y para una tarea específica.
De la mita se obtenían también los contingentes necesarios para conformar el ejército
imperial, marchando al combate los mitayos aportados por los diferentes ayllus con sus
señores al frente.
Los yanaconas (yana, criado) eran los sirvientes o siervos exclusivos del inca, y no se
debían a ningún otro señor ni servicio.
Constituían un grupo especial entre los
trabajadores, en el sentido que era un privilegio servir al soberano.
Estos yanaconas
contaban con especiales exenciones, y estaban distribuidos por todas las provincias.
En resumen, lo más interesante del período incaico fue que lograron en muy breve plazo
la articulación de un enorme espacio en torno a una hegemonía política y religiosa
concreta.
Aún más importante, la homogeneización de un modo de producción y de
relaciones.
Este modelo, desarrollado en todo o en parte a lo largo de este vasto espacio, tenía como
raíz o nudo articulador básico al ayllu.
Su existencia era, desde luego, muy anterior a los incas. Básicamente el ayllu estaba
constituido por un conjunto de productores más o menos dispersos, unidos por lazos
cooperativos, a través de los cuales el grupo conseguía la pretendida autonomía
económica.
Además, estos lazos se reforzaban con la aceptación por parte de todos de que pertenecían a una misma familia étnica, y poseían un linaje común, en la medida
que se identificaban entre ellos y ante otros como descendientes de un mismo
antepasado (real o mítico), sintiéndose parientes entre sí.
También por estar ligados a
una tierra concreta, a un medio físico específico, que en sus elementos naturales (un
cerro, un río, una pampa, una quebrada), les aportaba las señas de identidad colectiva
que los consolidaba como miembros de una misma «familia».
Estamos, pues, ante un sentido colectivo, no individual, de la movilidad social y del
progreso económico en función del éxito obtenido en el manejo de los recursos
disponibles.
Con los dioses y las huacas locales sucedía lo mismo. Eran parte de la colectividad y
nadie podía usufructuarlos por sí solo.
Lo religioso era una parte fundamental de lo
colectivo.
El esfuerzo colectivo, aportando trabajo, es lo que se llamaron las «mingas»: a ellas
acudían todos para realizar tareas comunitarias en momentos señalados.
Estos intercambios de bienes o servicios debían ser equitativos en función del principio
regulador de la reciprocidad: el concepto ayni.
Evidentemente, las asimetrías en estas
relaciones fueron marcadas, y generaron las estratificaciones que aparecen en el interior
de ayllus y comunidades.
No todos los hogares eran iguales en tamaño y, por tanto, en
capacidad productiva, por lo que el aporte al ayllu se realizaba desde una posición de
desequilibrio en cuanto a la carga laboral que a cada uno correspondía aportar.
Así pues,
unos debían trabajar más que otros.
El sentido de lo comunitario, no conllevaba necesariamente un régimen igualitario de
deberes, obligaciones y derechos.
El regulador de todas estas complejas relaciones era el «curaca», jefe de la comunidad o
del pueblo, o incluso del ayllu si éste era muy grande.
El curaca representaba la identidad colectiva, organizaba el trabajo y repartía las tierras,
se encargaba de enviar trabajadores a los distintos nichos productivos, velaba por el
almacenamiento y consumo de los bienes comunales, defendía los intereses colectivos
en sus relaciones con otros grupos y dirigía los rituales religiosos.
Las contrapartidas
que recibía eran laborales y productivas.
Pero su mecanismo fundamental de poder lo constituía el otro gran principio articulador
del mundo andino junto con la reciprocidad: la redistribución.
El curaca era el que
redistribuía los bienes obtenidos colectivamente, aunque, obviamente, no se aplicasen
con un sentido completamente igualitario para todos los miembros de la comunidad.
La
redistribución tenía que ver con principios de jerarquía. El curaca normalmente tenía
muchas posibilidades de ir manejando la redistribución a favor de unos u otros, de
manera que generaba una red de lealtades a su persona y a su grupo cuando no a todo un
ámbito clientelar.
Con este sistema, el curaca se aseguraba en el futuro mayores
aportaciones de productos que aumentaban su poder porque los volvía a situar en el
circuito de la redistribución.
Obviamente, este juego de lealtades generaba también conflictos de autoridad en el seno
de las comunidades.
De manera que las relaciones de poder se mantuvieron siempre en
un equilibrio que si en algunos momentos fue precario (especialmente cuando se
produjeron interferencias externas, como en el caso de las invasiones wari o inca).
En
otros no hicieron más que consolidar el papel protagónico de los curacas en el manejo
político y social de las comunidades.
Si ponemos esto en relación con lo anteriormente explicado sobre la superposición de la
hegemonía incaica en el espacio andino, entenderemos mucho mejor el juego de
alianzas, pactos y acuerdos que conformaron la base de su poder y de su imperio.
Un
juego de alianzas construido y mantenido durante un relativamente corto espacio de tiempo (comparado con la larga duración de la formación de las culturas andinas) que
vino a descomponerse con la invasión y conquista europea.
Queridos lectores si les gusto lo que leyeron, puede contribuir un poco. Muchas gracias
https://www.paypal.com/paypalme/sergiolualdi?country.x=AR&locale.x=es_XC
https://cafecito.app/sergiomiguel