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lunes, 25 de abril de 2022

Resumen de la cosmovisión de los españoles al momento del contacto con América

LA VISIÓN DEL PARAÍSO ¿Qué impacto tuvo todo ese universo mito-literario anteriormente descrito a los conquistadores europeos que, buscando ese otro mundo, encontraron éste? ¿Cuál fue su percepción? 

¿Cómo encajaron todos estos detalles tan laboriosamente trabados a lo largo del tiempo en la idea preconcebida de los primeros españoles que cruzaron el Atlántico, portadores de una cultura medieval llena de prejuicios —positivos o negativos— sobre lo extraño y lo maravilloso? 

Más allá de la extrañeza, los españoles, en general, no encontraron utilidad a la mayor parte de los productos de la región del Caribe; al menos durante los años iniciales. 

Los primeros colonos y conquistadores ni siquiera fueron capaces de alimentarse de ellos, y muchos hablaban «del hambre» que pasaban, tanto que decían morir de desnutrición. 

Productos tan básicos y luego tan extendidos no los aceptaron en su dieta. Ellos suspiraban por el pan de trigo, el aceite de oliva y el vino de uva. Ninguno de esos productos pudo arraigar en las islas por más que lo intentaron. 

Decían les faltaba también la carne de cerdo y la vacuna. Y lo que resulta más curioso: echaban de menos las hierbas y las especias europeas, sin las cuales todo les parecía insípido. 

Habían ido a buscar las islas de las especias y extrañaban las de su tierra. Por eso decían llevar tan mala vida en aquel paraíso. Si extraña les pareció la comida, los nativos aún más: al principio les llenaban de curiosidad. 

Decían de los indios arahuacos que eran «del color del membrillo» o «de color oliva», pacíficos y sin disposición a luchar. No eran monstruos sino personas bien formadas que hablaban todos la misma lengua y creían en un dios bueno que moraba en el cielo, afirmaba el almirante. 

Se mostraba impresionado por el buen nivel de organización de la comunidad. Bien diferente fue la visión que aportó de los indios caribes: nada que ver con los pacíficos arahuacos. 

No es de extrañar, pues, que en la primera iconografía, América apareciera como un nuevo mundo lleno de lestrigones (antropófagos mediterráneos, según las leyendas de la antigüedad y del medioevo) devorando cruelmente a sus victimas. 

El mito de los caribes estaba servido y sería utilizado contra todos los indígenas que no se sometieran al poder de los colonizadores. 

Conforme la resistencia de los indígenas aumentó ante los abusos e iniquidades de los españoles, el mar de los Caribe adquirió su nombre con toda propiedad. Todos eran ahora caribes. 

Por el contrario, los caciques arahuacos habían demostrado hasta entonces una docilidad y una inocencia sin límites, las que les llevaron a la muerte: al volver a La Española en su segundo viaje, Colón atacó en 1494 a los cacicazgos del centro de la isla buscando esclavos. 

Pocos años después, en 1503, estos mismos caciques todavía confiaban en los representantes del rey, Ovando y Velázquez. A su pedido, organizaron para ellos una gran reunión de caciques en Xaraguá. 

El cacique Behechio había muerto, y su hermana Anacaona, viuda de otro cacique, Canoabo, le había sucedido. Acudieron también, convocados por Anacaona, muchos caciques secundarios de la gran región de Bainoa y de Higüey. 

Es decir, allí se concentraron los jefes étnicos de una punta a la otra de La Española. A una señal de Ovando, Velázquez cargó contra los reunidos y mató a casi todos, capturando a la cacica que luego fue cruelmente asesinada. 

Velázquez también mató poco después al señor étnico de Guacayarima. Se trataba de descabezar los cacicazgos arahuacos de la isla para repartir a todos los indios entre los colonizadores; y desde luego lo consiguieron. 

A partir de entonces los indios serían, para la mayor parte de los europeos, de dos clases: «Los indios de razón», tan dóciles que al no ofrecer resistencia podían ser esclavizados o repartidos, y que entre tal régimen de explotación y las enfermedades europeas se exterminaron enseguida. 

Los caribes o indios de guerra, «salvajes irreductibles» y «antropófagos», dirigidos por el diablo y sus hechiceros idólatras, que por su ferocidad debían ser exterminados en guerra a sangre y fuego. 

La clasificación, a fin de cuentas, sólo distinguía el modo en que habrían de morir; que fue exactamente lo que vino a suceder con todos. 

Porque, cada vez más, entre 1508 y 1519 en las Antillas Menores, de 1510 a 1535 en el Darién y Panamá; de 1503 a 1540 en la actual costa caribe colombiana; y de 1510 a 1550 en la costa venezolana, caribes y no caribes, es decir, todos los indígenas, comenzaron a resistirse a la penetración de los nuevos invasores. 

El precio fue su extinción. En pocos años más (ni siquiera pasaron cincuenta), prácticamente la totalidad de todos estos pueblos vigorosos que hemos visto vivir plenamente, estaban muertos y habían desaparecido. 

Sus orgullosos caciques asesinados; sus conucos primero explotados por los últimos indios hasta su exterminio final y luego abandonados, las fértiles montañas sólo parecían servir para extraer maderas talando sus frondosos bosques. 

Sus campos se habían convertido en un enorme cementerio donde habían sido enterrados más de dos millones de cadáveres. Pero, en un trajín de embarcaciones, el Nuevo Mundo y con él, "el paraíso", había sido incorporado a la modernidad.


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