Todos estos procesos tienen que ser puestos en
relación con la debacle demográfica que la conquista y, sobre todo, las primeras décadas
de dominación colonial produjeron en la población indígena.
El debacle demográfica que,
como han señalado muchos autores, no sólo se relaciona con las guerras, la violencia o
las epidemias, sino también con los cambios estructurales provocados en el interior del
mundo indígena durante las primeras décadas de dominación colonial, entre los que se
incluyen desde las dispersiones y concentraciones forzadas llevadas a cabo con
parcialidades y étnias completas.
Los cambios de localización de los pueblos (generando
diferentes modo de encarar el acceso a los recursos de la población), el abandono de
nichos ecológicos de cultivo y su sustitución por otros (abocados al mundo europeo y
mucho más dañinos para esta población), los cambios forzados en los hábitos
alimenticios y laborales.
El trauma psicológico de ver su mundo destruido o
mutado, sus dioses vencidos y su universo físico, político, o cultural profundamente
alterado. La evangelización forzada, proceso coetáneo al de la conquista vinieron a ser los
vehículos de aculturación más importantes y contundentes para esta población.
La
imposición de una nueva religión y de una nueva cosmogonía, de nuevos ritos y cultos,
llevó forzosamente a la población indígena a tener que mantener —si acaso
formalmente— una dualidad en difícil equilibrio.
Un equilibrio que terminaría por
romperse generando un enfrentamiento —no siempre visible— entre ambas posiciones,
en especial a partir de las décadas de 1560 y 1570.
La identificación o no de las jefaturas indígenas tradicionales por parte de la
administración colonial como tales autoridades originó una multiplicidad de posiciones
en cuanto a adopción en todo, en parte o en nada, de las nuevas formas culturales y
religiosas.
Hubo situaciones y momentos en los cuales curacas y caciques participaron
como agentes de penetración y solidificación de la nueva cultura y religión. Por el
contrario, en otros casos constituyeron el núcleo de resistencia más firme y contundente.
Una de las formas más características de resistencia fue el regreso a los antiguos cultos
por parte de algunas parcialidades y grupos étnicos, rechazando el modelo
evangelizador cristiano.
Fue lo que algunos autores han denominado en la región andina
«el retorno de las Huacas», un fenómeno general en todo el continente después de 1550-
1560.
Fue identificado por parte de las autoridades coloniales, las eclesiásticas y las
civiles como resistencia a la colonización y a la evangelización.
Tuvo la peculiaridad de introducir a los eclesiásticos que hasta entonces habían
mantenido una política general de cierta tibieza —salvo algunas personalidades
concretas— en defensa de la población indígena, en la represión directa contra esta
resistencia.
Una actitud en la que la resistencia indígena a la cristianización fue juzgada
como beligerancia activa contra el cristianismo y el Evangelio.
Comenzaron entonces las llamadas campañas anti-idolátricas, conocidas como
«extirpación de idolatrías», que consistieron en la erradicación y destrucción
sistemáticas, intensivas y a fondo de cuanto culto prehispánico se mantuviera y pudiera
ser hallado, tanto público como privado, tanto físico (destrucción de ídolos, adoratorios,
representaciones, etc.) como cultural (actitudes, fiestas, ritos, etc.), conllevando la
eliminación de las antiguas castas sacerdotales que aún pervivían en el seno de pueblos
y comunidades indígenas.
El universo indígena aprendió muy pronto que el régimen colonial ofrecía en sí mismo
los elementos para manifestar y ejercer una resistencia efectiva: no sólo la vía judicial,
sino la institucional e incluso la misma religiosidad cristiana.
Se aprendió también que el
enfrentamiento directo no era el mejor modo de llevarla a cabo. Mostrar una
aculturación aceptada sólo aparentemente era una forma de resistir.
En esta lucha entre ambas teologías, los españoles aplicaron el mismo método que en
otras facetas del mundo colonial. La coacción y la «extirpación» de todo lo que se
opusiera.
Las campañas contra las idolatrías se extendieron por el continente. Los curacas y
caciques tuvieron en ellas también un papel protagonista. Para algunos, cuando la
relación de autoridad en el interior de su grupo se basaba en todo o en parte en el papel
sacerdotal que les concedía la antigua tradición, la resistencia a la evangelización fue
notable; y el resultado, su eliminación y la imposición de nuevas autoridades más
aculturadas y dóciles.
En otros casos, el cacique fue precisamente el principal vehículo
de aculturación.
Estas campañas de extirpación de las antiguas religiones lograron, décadas después, el
efecto deseado: por eliminación, por temor o por consenso, la nueva religión, si acaso
formalmente, terminó imponiéndose entre la población indígena, con los consiguientes
cambios en los modos de entender el mundo y la realidad.
Por otra parte, las concentraciones forzosas de población indígena, llamadas
«congregaciones» en México o «reducciones» en el Perú, originaron importantes
traslados forzosos de grupos y etnias, y la aparición de los llamados «pueblos de indios»
o «comunidades».
Siguiendo el modelo europeo de ciudades o pueblos, se obligó a la
población a abandonar el tradicional hábitat disperso prehispánico, base del
aprovechamiento integral de los recursos y de la organización del trabajo.
Ello conllevó
la ruptura de los antiguos ayllus o los calpulli, la remoción de autoridades, la
dislocación de los entramados familiares, la aparición del tributo, y con él la
introducción del dinero y los mercados según el modelo occidental.
Se rompieron así radicalmente los antiguos modos de asentamiento, de producción, de
relación e intercambio, de reciprocidad y redistribución, es decir, las bases materiales
del mundo prehispánico, y se introdujeron por vía de la fuerza cambios muy profundos
en la organización de la vida, material, política y espiritual de millones de indígenas.
A pesar de estos cambios, y como demostración de que el poder de resistencia y
adaptación del mundo indígena fue impresionante, los viejos patrones comunales
pudieron reconstruirse usando jirones de los antiguos ayllus o calpulli y utilizando los
lazos de parentesco, no sólo los tradicionales, sino incorporando el nuevo modelo
impuesto por los frailes de familia occidental y cristiana.
Y ello fue muy importante
porque, si bien exteriormente los dominadores pudieron contemplar un mundo en
apariencia re-ordenado, en realidad nunca supieron ni entendieron cuánto del mundo
antiguo permanecía vivo y activo, palpitando y desarrollándose en el interior de las
formas aparentemente aceptadas de dominación.
Si bien es cierto que los cultos imperiales, tanto en México como en Perú, fueron con
cierta facilidad reemplazados por los nuevos dioses europeos, los cultos populares
locales pudieron permanecer o rebrotar. Estos cultos y ritos resultaron mucho más
difíciles de erradicar.
Eso no impedía que, aparentemente, pueblos completos parecieran
cumplir los rituales del culto cristiano, pero subterráneamente las Huacas habían
regresado.
Fue una yuxtaposición de religiones en la que, obviamente, resultaba muy
difícil de extirpar la parte que frailes y sacerdotes consideraban idólatra.
Incluso en los modos tradicionales de vestir los cambios fueron escasos. Valga el
ejemplo del uso del sombrero castellano, que se generalizó, pero el resto de la
indumentaria siguió siendo la misma.
Otros muchos ámbitos del universo prehispánico
parecieron quedar incólumes, partiendo de algo muy importante como fue el uso de las
lenguas originarias y la escasa penetración del castellano como idioma de uso corriente.
En resumen, en los cincuenta años posteriores a la conquista, el mundo indígena siguió
observando al mundo colonial a través de las categorías espaciales, temporales,
simbólicas y espirituales anteriores.
Pero siempre fueron conscientes de que les era
imposible escapar al cataclismo de la dominación colonial.
La resistencia incaica, y la de algunos poderosos señores étnicos mexicanos,
centroamericanos o del centro y sur de la actual Colombia, de Chile o de Bolivia, son
ejemplos de esta resistencia activa.
No sólo reivindicaron la lucha contra el invasor
europeo, sino frente a su cultura y a su religión.
Pero la situación se hizo mucho más compleja.
En la década de 1560 en Huamanga,
estalló en la sierra central de Perú, un movimiento de marcado carácter milenarista.
Los
frailes españoles comenzaron a tener noticias de una gran sublevación que preparaban
los antiguos sacerdotes, seguramente una continuación local del movimiento de
resistencia a la hegemonía española que desde Vilcabamba dirigía el Inca Túpac Amaru.
Pero pronto la revuelta de Huamanga pasó a tomar otra dimensión. Las informaciones
llegadas a Lima hablaban del Taky Onkoy, la enfermedad del canto. Indígenas de
comunidades enteras dejaban de trabajar y comenzaban a bailar y a cantar orando a sus viejos dioses, en un estado de trance colectivo que se transmitía de pueblo en pueblo
como una epidemia.
Informes más exhaustivos afirmaron que se trataba de la acción de los «brujos»
indígenas, quienes predicaban el fin de la dominación blanca porque, afirmaban, las
Huacas destruidas volverían a la vida, lucharían contra el Dios cristiano y le vencerían,
expulsando a los españoles.
Las Huacas, que habían sido maltratadas, y durante años no habían recibido ni las
honras ni los sacrificios rituales que merecían, vagaban abandonadas por el mundo.
De
manera que con su regreso matarían a todos los indios convertidos al cristianismo, a los
bautizados, causantes de su deshonra y hambre, a los que trabajaban y se plegaban a los
mandatos de los blancos.
Así, era orden terminante no entrar en las iglesias, no
bautizarse, ni hablar la lengua ni vestir como los blancos, ni tratar o trabajar para ellos.
El Taky Onkoy no significó un posicionamiento activo de la población indígena en
cuanto a tomar las armas y luchar contra los españoles. Era aquélla una guerra de las
Huacas contra los dioses invasores.
El principal encargado por la Iglesia limeña para eliminar la insurrección fue Cristóbal
de Albornoz, quien persiguió a los antiguos sacerdotes, supuestos promotores del
movimiento, hasta acabar con ellos mediante escarmientos públicos en las plazas de los
pueblos, delante de los indígenas, en una represión que se extendió por toda la sierra
peruana coincidiendo con la captura del inca rebelde de Vilcabamba,
Túpac Amaru, y su decapitación en la plaza del Cuzco en 1572 ante una multitud
aterrada.
Con la muerte del último inca y la quema de las sagradas momias de sus
antepasados sin que las viejas Huacas lo impidieran, el fin del Taky Onkoy significó el
fin del mundo prehispánico.
La resistencia en adelante debía desarrollarse de otro modo.
LA RESISTENCIA EN LAS FRONTERAS
Aunque impresiona la fuerza de este mundo colonial en la América nuclear, en especial
en México central y en Perú, puede afirmarse que, a finales del siglo XVI, el mundo
americano era todavía un gigantesco universo de fronteras.
En estas áreas de frontera, la
resistencia a la invasión europea cobró características bien diferentes —aunque no por
ello menos contundentes— que en la América nuclear.
Una resistencia, o un rechazo
directo a la invasión. No eran, pues, sólo fronteras físicas; eran fronteras donde se
confrontaban distintos y a veces antagónicos universos culturales.
Sólo fueron
dominadas tras largos y costosos esfuerzos bélicos, con el exterminio total, la
negociación o tras un proceso lentísimo de aculturación.
El norte de Mexico, con la presencia chichimeca, fue una frontera de continua guerra
durante 100 años.
Al ir desplazando a los chichimecas hacia el norte –de forma muy
lenta- se toparon con apaches, comanches y navajos, continuando el conflicto.
Las fronteras de la selva y de los grandes ríos situados en la vertiente oriental de la
cordillera andina conforman otro gigantesco espacio de miles de kilómetros de norte a
sur, y de oeste a este, donde la penetración colonial fue muy lenta.
Una penetración que
debemos situar también en el largo tiempo y que estuvo dotada de un marcado carácter
individualista y de autonomía respecto de los focos coloniales de poder.
Pero el área
donde una frontera como tal acabó por establecerse con mayor crudeza e intensidad
estuvo situada más al sur, al este de Charcas, con los indígenas conocidos como
Chiriguanos.
También aquí, el establecimiento de centros mineros cerca de la zona,
como Potosí o Lípez, originó que los conflictos fronterizos se agravasen.
Ya en la época incaica, y al igual que sucedió con los aztecas respecto de los
chichimecas, desde el Cuzco se habían enviado mitimaes (colonos) a poblar y defender la frontera contra estos pueblos que, procedentes de los grandes ríos del Este,
amenazaban las fronteras del Imperio incaico, enviando expediciones de castigo que en
numerosas ocasiones acabaron siendo derrotadas por estos poderosos guerreros.
Los
españoles se encontraron también con los chiriguanos al ocupar el espacio incaico en la
región, e igualmente se estrellaron contra ellos. La frontera estuvo incendiada durante
décadas.
Una vez derrotados los incas, en la segunda mitad del siglo XVI, los chiriguanos
continuaron la guerra. Llegaron en sus ataques hasta muy cerca de Potosí.
Tras la
ejecución en el Cuzco del último inca, Túpac Amaru, el virrey de Perú, Francisco de
Toledo decidió continuar la guerra contra los chiriguanos, pero casi muere en el intento.
Su ejército fue diezmado.
Muchos españoles, mestizos e indios serranos terminaron
como prisioneros y esclavos de los chiriguanos.
La frontera siguió encendida durante siglos, en todo caso lo único que lograron los
españoles, fundando más fuertes y más ciudades y pueblos, fue proteger por todos los
medios los reales de minas de Potosí y su región.
Precisamente, las necesidades de abasto tanto de vituallas como de mano de obra de las
minas del Alto Perú motivaron ciertos acercamientos entre españoles y chiriguanos, si
bien no a nivel oficial.
Pero por otra, estas transacciones eran estacionales y puntuales: a
temporadas de «intercambios» pacíficos seguían otras de invasiones violentas.
La última gran frontera de la época fue sin duda la chilena.
En Chile, esta frontera se fue
estableciendo poco a poco sobre las orillas del río Bío-Bío, al Sur de Santiago.
La escasez de mano de obra originó continuas penetraciones hacia el sur en busca de
araucanos para esclavizar. La resistencia de éstos fue tenaz y duradera.
Los araucanos
también aprendieron de los españoles su forma de combatir, usaron el caballo y
mejoraron su armamento aplicando los metales a sus arcos y flechas, con los que se
hicieron temibles.
En sus incursiones, conocidas como «malocas », a veces cruzaban la
cordillera y podían llegar por la Patagonia hasta las pampas de Buenos Aires.
Aunque se establecieron algunos acuerdos de no agresión en esta línea de la frontera del
Bío-Bío, no fueron pocos los casos en los que los españoles rompieron los pactos,
produciéndose una nueva sublevación general.
En estas guerras, muchos asentamientos
de españoles fueron arrasados, produciéndose un repliegue de la frontera hacia el norte,
mientras las autoridades coloniales organizaban grandes expediciones para empujar a
los araucanos y mapuches de nuevo hacia el sur. Durante la siguiente centuria, la
frontera continuaría en armas.
Queridos lectores si les gusto lo que leyeron, puede contribuir un poco. Muchas gracias
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