EL CARIBE: EL MEDITERRÁNEO AMERICANO
En las primeras décadas, tras la llegada e instalación de los colonos castellanos, fueron surgiendo en las Antillas y en las costas de Centroamérica y Venezuela, localidades aisladas que funcionaron como centros de acopio de productos para ser remitidos a Europa.
Con el tiempo, estos mismos puntos se transformaron en nódulos de intercambio de productos americanos por mercancías europeas.
Estos centros, funcionaron estacionalmente como «factorías», donde se concentraban los productos que iban «rescatando» (cambiar o trocar oro u otros objetos preciosos por mercancías ordinarias).
Era el modelo que, de alguna manera, los hermanos e hijos de Colón y sus asesores, socios en España, quisieron desarrollar desde el principio.
La Corona de Castilla, celosa de sus derechos y observadora pasiva —inicialmente— decidió pasar a la acción cuando el volumen de lo rescatado comenzó a alcanzar cotas elevadas y, sobre todo, cuando su autoridad quedó en entredicho por la actuación descontrolada de los colonos y de los comerciantes que estaban detrás de todas estas operaciones.
Las modificaciones en el sistema no se hicieron esperar, debido a los conflictos colombinos con la Corona, al descontento de los colonos y a la actividad de los numerosos aventureros del rescate, quienes comenzaron a incursionar por las islas y costas continentales, todavía y en teoría sujetas al rígido control de la familia Colón.
Un control que estos rescatistas por cuenta propia no estaban dispuestos a respetar ni a tolerar. Si el envío de fray Nicolás de Ovando al feudo colombino significó la primera presencia de relieve de la Administración Real en las Antillas, muy pronto este delegado se convenció de la imposibilidad de controlar una expansión planificada como deseaba la Corona.
Como ya hemos indicado, la mayor parte de los primeros colonos llevados por el almirante en sus viajes no entendieron ni aceptaron el modelo agrario de explotación de los recursos insulares.
Las quejas fueron muy abundantes. No fueron pocos los que regresaron a España, pero los que quedaron adujeron que la única solución era vender los indios como esclavos, o repartírselos, para que les trabajaran la tierra y pudieran emplearlos en la búsqueda del oro de los ríos.
Los primeros años fueron de feroz captura de esclavos, actividad depredadora a la que se dedicó don Cristóbal, su familia y el resto de los colonos.
Produciendo una sangría espantosa, había hecho saltar a estos esclavistas de isla en isla devastando todo a su paso.
Justificando que así se terminaría con el espectáculo de miles de indios esclavizados ilegalmente, pero aduciendo que no podían hacer nada por evitarlo, los reyes autorizaron legalmente los repartimientos de tierras e indios, dándolos a los colonos durante cuatro años con la condición de que pusieran la tierra a producir.
La tierra no interesaba a los colonos: sólo los indios. En muy poco tiempo, las entregas de tierras fueron abandonadas y sólo quedaron los repartos de indígenas.
Fueron el origen de la «encomienda», la institución mediante la cual, los naturales eran entregados («encomendados») a los colonos blancos para que les trabajasen, a cambio de «cuidarlos» y evangelizarlos.
Era el inicio de la larga servidumbre a que fueron sometidos los pueblos nativos americanos. Al principio ciertos colonos, y finalmente todos los vecinos españoles, recibieron indios de reparto.
Se les entregaban cacicazgos completos, los indios de tal cacique, sin especificaciones o limitaciones territoriales.
Debían plantar conucos y ofrecerle sus servicios personales para lo que el español dispusiese, que normalmente era enviarlos a las zonas auríferas.
Para conseguir mayor número de indios a repartir era necesario acabar con el poder de los caciques. Tal fue el motivo del exterminio de autoridades indígenas.
Miles de indios fueron repartidos como «naborías», es decir, como siervos del señor español, por un número concreto de años que sólo finalizaron cuando los indios definitivamente se extinguieron.
Normalmente debían quedar en sus poblados, trabajando los conucos, pero también debían marchar a buscar oro donde les indicasen.
Se autorizó a que los indios pudieran ser desplazados, lo que llevó a que los indígenas permanecieran de seis a ocho meses al año trabajando en los ríos (lo que se llamaba la «demora») y muy poco tiempo en sus conucos.
Para el año 1500, el número de españoles en las Antillas era muy escaso. Pero luego, cuando comenzaron a repartirse los indios, llegaron más colonos.
Pero más colonos necesitaban más indios, y éstos estaban siendo aniquilados por el terrible régimen de vida que llevaban (se calcula que a los quince años de la llegada de Colón ya había muerto más de un tercio del total de la población aborigen de La Española).
Ovando solicitó entonces invadir las islas «inútiles» (llamadas así porque no tenían oro) para rescatar más indios.
Fernando de Aragón (Isabel ya había muerto) lo autorizó, aunque indicando que debían recibir un salario «al igual que los de La Española» (lo que da una idea del nivel de información que poseía el monarca sobre lo que sucedía en las Antillas).
Las Lucayas (Bahamas) fueron despobladas en 1515. Los profesionales del rescate devastaron las tierras y los poblados costeros en razias llamadas guasábaras (palabra Caribe).
Entre 1508 y 1511 se organizaron expediciones de cierta envergadura hacia las islas más grandes, ahora que la zona quedó de nuevo al mando de otro Colón, su hijo Diego.
Ponce de León fue enviado a Puerto Rico, Esquivel a Jamaica y Diego Velázquez a Cuba. Antes de 1520, en Puerto Rico se habían acabado tanto el oro como los indios, y la isla, antes muy poblada, quedó prácticamente deshabitada. Se transformó en otra isla «inútil».
En Cuba sucedió algo similar. Cuando los indios se acabaron, tuvieron que ir a por más nativos a las costas cercanas: llegaron a Yucatán y allí conocieron de la existencia de un gran reino en las tierras situadas en el interior de lo que ya suponían era un continente.
No tardaron mucho en organizar una gran expedición, capitaneada por el yerno de Velázquez, un encomendero llamado Hernán Cortés. La isla de Cuba quedó muy despoblada.
Jamaica, para 1520 ya estaba despoblada incluso de españoles, que se fueron a Cuba. Los indios cautivados para remediar la despoblación de naturales que el régimen de explotación había provocado en las Antillas Mayores, procedieron en su mayor parte de las Antillas Menores.
Todo el arco fue arrasado, desde las Islas Vírgenes (llamadas así posteriormente porque no había quedado ni un solo indígena) hasta las de Barlovento a partir de 1512.
A sus nativos los repartieron como «naborías» (o simplemente como esclavos porque estos indígenas eran caribes). Lo mismo hicieron con la isla grande de Trinidad.
Quedaron también por este motivo despobladas Aruba, Bonaire y Curaçao. La resistencia que los caribes ofrecieron a estas entradas fue mayor que en otras zonas, pero a pesar de la heroica defensa que hicieron de su tierra, no tardaron en ser exterminados.
En Cuba, Velázquez repartió en 1522 los últimos 3.000 indios entre 19 encomenderos; procedían de 40 comunidades. En el resto de las islas en esas fechas no había indios que repartir. Todos estaban muertos.
Cuando fueron conscientes en la corte de que continuar con la sangría demográfica equivalía a perder las islas para cualquier actividad económica rentable, se enviaron visitadores y autoridades a fin de establecer resguardos para los naturales.
Ahora debían ser respetados y no esclavizados, convirtiéndolos en trabajadores asalariados. Fue el fin del primer gobierno de los Colón, y Diego fue obligado a volverse a España por su pésimo gobierno y desastroso trato a los indígenas.
La administración de las islas fue entregada en 1518 a los padres Jerónimos. Se suponía que las condiciones de los pocos naturales supervivientes debían mejorar, puesto que se radicarían en pueblos y conucos protegidos por el rey, y a tal fin se crearon 30 asentamientos.
Pero no sirvió de nada, las protestas de los colonos españoles continuaron porque no se les entregaban los últimos nativos.
Prueba del desinterés que hacia este tema mostraban en la corte fue que el monarca Carlos, apurado por faltas de dinero para su campaña política en Alemania, no dudó en volver a nombrar a Diego Colón gobernador de La Española a cambio de un préstamo por parte de éste de 10.000 ducados a sabiendas de las consecuencias que tal hecho tendría.
De todas formas daba lo mismo, las enfermedades dieron cuenta de los pocos indígenas que sobrevivieron al mal trato de los primeros españoles.
Por tanto, aunque los especialistas difieren mucho en las cifras que aportan, no es exagerado señalar que entre 1492 y 1540, es decir, en menos de cincuenta años, casi dos millones de indígenas, tanto antillanos como del litoral continental, habían sido exterminados directa o indirectamente por el proceso de «colonización».
¿Y qué obtuvieron a cambio los colonizadores y civilizadores de la destrucción de aquel paraíso? Ciertamente una cantidad nada despreciable de metal, mucho azúcar en los molinos que instalaron, palos de Brasil para teñir los aburridos tejidos europeos, y cantidades muy considerables de cueros, como resultado de la introducción de los vacunos europeos.
Pero, en cambio, causaron una de las catástrofes demográficas más importantes de la historia (probablemente la más grande en menos tiempo jamás ocurrida), que obligó a repoblar toda la región con esclavos africanos, cambiando por completo su fisonomía étnica y cultural, y dejándola en una situación periférica con respecto a los grandes espacios continentales.
Por último, desde el punto de vista ecológico, los cuidados campos de cultivo arahuacos quedaron abandonados y las islas se transformaron en inmensos eriales montaraces donde el ganado pastaba libremente.
En todos los sentidos, a partir de 1550, el Caribe fue una región muy diferente a lo que había sido antes de 1492. Es necesario indicar que este fracaso absoluto de la colonización española durante los primeros años, y la devastación integral de la población indígena que acarreó, fue el resultado de un proceso que no quisieron evitar ni los colonos ni las autoridades.
Fue la consecuencia de una muerte anunciada que no dejó impávidos a algunos contemporáneos. El más encendido crítico de lo sucedido en las Antillas fue sin duda un dominico sevillano, fray Bartolomé de las Casas.
Hijo de un encomendero en La Española, recibió de niño como regalo paterno uno de los primeros indios arahuacos esclavizados.
Luego fue él mismo encomendero en Cuba, y después de haber visto de primera mano el carnaval de horrores en que se transformó la conquista de aquel paraíso, tomó los hábitos y comenzó su campaña de denuncias contra las «carnicerías» ejecutadas con los indios y el execrable régimen de «tiranía» a que estaban sometidos incluso durante los años en que intentó un modelo de colonización de carácter utópico en las costas de Venezuela.
Denuncias que fueron negadas por buena parte de sus contemporáneos, calificadas como exageraciones, y su persona rechazada, ridiculizada, vilipendiada y maldecida, como si la destrucción de las Indias, como el llamó con toda exactitud al proceso de conquista, fuera producto de su imaginación y no la completa expresión de la realidad.
Durante años fue responsabilizado por la creación de una «leyenda negra» sobre la actuación de los españoles, parecía que lo acontecido en las Antillas, la desaparición en tan corto tiempo de cientos de miles de antillanos, sólo pudiese pertenecer al territorio de las leyendas.
En las autoridades coloniales y metropolitanas, en la intelectualidad oficial, la justificación y la negación de los hechos constituyeron una constante desde entonces.
Más eco tuvieron estas denuncias en Roma, donde el papa Paulo III expidió en los años treinta las bulas Veritas ipsa, condenando la esclavitud de los indios, la Sublimis Deus, declarando como herejía defender la irracionalidad de los naturales, y la Pastorale officium, que además excomulgaba a los que apoyaran tal idea.
Las Leyes Nuevas, de 1542, fueron otro resultado de esta polémica, y en ellas se fijaban las condiciones del trabajo de los indios, pero motivaron tales alzamientos y sublevaciones de los colonos y encomenderos en toda América que sus artículos más conflictivos fueron anulados tres años después.
Los encomenderos ofrecieron al emperador Carlos V cientos de miles de pesos de oro y plata si las derogaba. La despoblación de las Antillas no sólo fue producto de la extinción de los indígenas.
La deserción de colonos europeos fue también muy grande. Bien regresaban a España o se dedicaban a incursionar por el Caribe asentándose en las costas continentales; o incluso se anotaron en nuevas empresas, nuevas «entradas» como las denominaban, las de Hernán Cortés a México, la de Pedro de Heredia a Cartagena de Indias, o las muchas que se realizaron hacia Centroamérica y Panamá.
Los nuevos imperios indígenas que se iban descubriendo en el continente actuaron como un imán poderoso para los fracasados colonos antillanos.
Las islas del Caribe fueron así una especie de escuela de los horrores para muchos balboas, ojedas, bastidas, que se desparramaron por las costas del continente practicando lo que allí habían aprendido.
Por otra parte, resultaba difícil hallar gente en Castilla o Andalucía que pudiera marchar. Unos porque no querían ir a aquel paraíso ahora vuelto infierno. Otros porque, como escribe Bartolomé de las Casas, que estuvo intentando llevar campesinos a las Antillas, la nobleza terrateniente española les impedía marchar para no quedarse sin mano de obra.
Así, despoblación, falta de incentivos económicos, agotamiento minero y cultivos abandonados, constituyeron el panorama que ofrecieron las Antillas en estos años, una región periférica.
Los principales accionistas de los que debieron ser emprendimientos agrícolas se transformaron, casi todos, en mercaderes o en mercenarios, actuando en los interiores americanos.
Queridos lectores si les gusto lo que leyeron, puede contribuir un poco. Muchas gracias
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