LAS COSTAS DEL CARIBE CONTINENTAL
Las incursiones que ya se han comentado de Ojeda, Yáñez Pinzón y Lepe, partiendo de Andalucía con licencias reales y capitulaciones otorgadas y concedidas al margen de los privilegios colombinos, habían permitido reconocer buena parte de las costas del Caribe continental ejerciendo actividades de rescate que hicieron más que rentables estos viajes.
Gracias a los cuales, la Corona se hizo con una información bastante fidedigna del alcance de los tratados con Portugal y de cómo las nuevas licencias debían irse concediendo hacia el oeste de La Española, es decir, Caribe adentro; o por el sur, como demostraría Juan Díaz de Solís en 1516, llegando al Río de La Plata, situado por debajo y al oeste de la línea de Tordesillas.
Los incansables Pinzón y Solís siguieron navegando las costas de Honduras y Yucatán desde 1508, y ese mismo año se firmaron en la corte las primeras capitulaciones que establecerían oficialmente dos gobernaciones en las costas continentales.
El rey Fernando concedió la Nueva Andalucía (la actual costa Caribe colombiana) a Alonso de Ojeda, y el Darién (ya en Panamá) a Diego de Nicuesa, separadas por el golfo de Urabá.
Este último fundó Nombre de Dios, en el Istmo. Así, Tierra Firme fue oficialmente el primer núcleo colonizador en el continente.
En realidad, el modelo de fundación en el Caribe centroamericano, especialmente en Panamá, resultó mucho más parecido al antillano que las primeras factorías de rescate en las costas colombo-venezolanas.
Existía originalmente en estos aventureros continentales, desde Honduras al Istmo, un claro deseo de consolidar el espacio, fundando ciudades para ejercer desde ellas la actividad agrícola usando la abundante mano de obra indígena local, o la que iban acumulando en sus múltiples razzias costeras.
A su vez ofrecían sus puertos como puntos para el intercambio de metal y perlas por productos europeos (tejidos, vinos, hierro, ganado).
Además, estos primeros europeos en el continente trataron de hacerse, como vecinos de las nuevas ciudades por ellos fundadas, de encomiendas de indios o de empleos públicos, fuesen cargos capitulares, nombramientos de adelantados o tenientías de gobernación.
Tras un período de enfrentamientos entre los diversos clanes de conquistadores, y de éstos a su vez con las autoridades metropolitanas enviadas para exigirles la tributación real, decidieron aplicarse a la tarea de consolidarse sobre el territorio, una vez que comprobaron los pésimos resultados de la dispersión de esfuerzos.
Continuaron las fundaciones continentales, asegurándose tierras, indios, propiedades y títulos de dominio.
Además, gentes procedentes de las Antillas, saturadas de aventureros y ya despobladas de indígenas, o directamente desde España, fueron llegando a estos asentamientos centroamericanos.
Balboa se encontró con el Pacífico en 1513. El Istmo sería su punto de partida, el gozne entre el Caribe y el Pacífico.
Se armaron muchas expediciones más, con idénticos objetivos, saqueo, rescate y toma de esclavos.
El rescate y el pillaje fueron acelerándose en toda Centroamérica, sabedores estos capitanes que una vez que estos indios y sus pueblos fueran repartidos en encomiendas, las entradas para esclavizarlos serían más difíciles de ejecutar.
El descubrimiento y conquista de los grandes imperios en México (1521) y el Perú (1532), y del oro chibcha y muisca en el interior de la actual Colombia, cambió por completo el escenario.
Nada fue igual en el Caribe continental después de 1540. El antiguo régimen de factorías quedó obsoleto. Perdido el interés por los esclavos indígenas, dado su cada vez menor número y el incremento de la trata negrera, agotadas las perlas y el rescate de los viejos cementerios nativos, ahora la costa comenzaba a cobrar otro sentido.
En ella debían situarse los puertos que permitieran la salida de tan impresionantes cantidades de oro y plata como estaban ofreciendo los núcleos continentales, constituyéndose a la vez en suministradores de productos europeos que el comercio transatlántico llevaba hasta ellos a fin de intercambiarlos por el ansiado metal.
La función que adelante desempeñaría esta región costera continental sería la de intermediación entre las economías mineras andinas y mexicanas y las economías atlánticas europeas.
En la década de 1530, la Tierra Firme había ya casi suplantado a La Española como base de operaciones de diversos grupos de particulares, avezados en estas operaciones de rescate y saqueo a la par que «socios» de diversas «compañías» establecidas entre conquistadores.
Ante el éxito de algunos en estos emprendimientos, muchos de los que habían intentado el asentamiento agrario en las tierras del Istmo y aún de Nicaragua, algunos incluso con encomiendas de indios y tierras fértiles, abandonaron esta actividad para volcarse en las empresas comerciales, o intentar una vez más el asalto a las grandes reservas de metal.
El proyecto inicial de asentamientos agrarios continentales fue devorado por el ansia de guerra, oro y riquezas rápidas; la tierra seguiría esperando.
Los puertos del Caribe se transformaron muy pronto en colectores del tráfico comercial. Desde la península, con o sin licencia, llegaron otros aventureros y comerciantes, en especial portugueses, que controlaron buena parte de la actividad comercial y, sobre todo, la trata esclavista africana.
Las actividades productivas estaban casi limitadas a su abasto y —hecho que suele ser olvidado— a aprovisionar las tripulaciones y navíos que recalaban en ellas.
La especulación financiera y metalífera fue desde el principio el motor de estos enclaves, fundamentalmente a partir de la rotunda penetración de los productos europeos vía contrabando. Primero de la mano de los comerciantes españoles y portugueses y luego directamente de navíos despachados desde los puertos de Francia, Inglaterra u Holanda.
Así, el modelo panameño y cartagenero de pequeñas y puntuales «compañías» particulares con conexiones en los puertos andaluces para recepción y envío de mercancías, esclavos y metales, fue consolidándose y extendiéndose como forma principal del intercambio y del juego económico en todo el espacio del Caribe al que se unieron, cada vez con mayor presencia, los grandes hombres de negocios del sur de Europa.
Las ciudades antillanas que habían sobrevivido a la hecatombe, alcanzaron poco a poco un gran desarrollo con este tipo de actividades, creando un cordón de enclaves costeros íntimamente conectados mediante cientos de pequeñas embarcaciones que cruzaban el Caribe en todos los sentidos y en todas direcciones.
Surgieron así sólidos mecanismos y tupidas redes mercantiles a partir de las cuales se construyeron las relaciones comerciales. Ello originó en el Caribe, y en muy breve plazo, un proceso de integración regional que no se basó en la producción sino en la circulación.
La mayor parte de las veces, este intercambio se llevó a cabo en operaciones que los intermediarios comerciales intentaron liberar de tasas y tributos oficiales, mediante mil mecanismos, en la medida en que tanto en las salidas de metal como en las entradas de mercancías la exención de gravámenes repercutía rotundamente sobre los márgenes de beneficios.
Tratándose de un comercio realizado cada vez a mayor escala, estas exenciones —a lograr legal e ilegalmente, según la permisividad mutante del régimen de monopolio comercial— constituyeron el nervio fundamental de la naturaleza de los intercambios y la base de la ruptura de la competencia.
De ahí que en el espacio del Caribe, el contrabando o, mejor dicho, el comercio realizado al margen del monopolio mercantil impuesto por la Corona española con sus tributos, constituyera desde el principio una parte fundamental del volumen de los negocios.
El mundo del Caribe, a partir de la segunda mitad del siglo XVI, se mostró extraordinariamente dinámico: un Mediterráneo en ebullición.
Queridos lectores si les gusto lo que leyeron, puede contribuir un poco. Muchas gracias
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