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lunes, 9 de mayo de 2022

Resumen de RESISTENCIA Y ACULTURACIÓN, LAS CAMPAÑAS CONTRA LA IDOLATRÍA EN EL SIGLO XVI

Todos estos procesos tienen que ser puestos en relación con la debacle demográfica que la conquista y, sobre todo, las primeras décadas de dominación colonial produjeron en la población indígena. 

El debacle demográfica que, como han señalado muchos autores, no sólo se relaciona con las guerras, la violencia o las epidemias, sino también con los cambios estructurales provocados en el interior del mundo indígena durante las primeras décadas de dominación colonial, entre los que se incluyen desde las dispersiones y concentraciones forzadas llevadas a cabo con parcialidades y étnias completas. 

Los cambios de localización de los pueblos (generando diferentes modo de encarar el acceso a los recursos de la población), el abandono de nichos ecológicos de cultivo y su sustitución por otros (abocados al mundo europeo y mucho más dañinos para esta población), los cambios forzados en los hábitos alimenticios y laborales. 

El trauma psicológico de ver su mundo destruido o mutado, sus dioses vencidos y su universo físico, político, o cultural profundamente alterado. La evangelización forzada, proceso coetáneo al de la conquista vinieron a ser los vehículos de aculturación más importantes y contundentes para esta población. 

La imposición de una nueva religión y de una nueva cosmogonía, de nuevos ritos y cultos, llevó forzosamente a la población indígena a tener que mantener —si acaso formalmente— una dualidad en difícil equilibrio. 

Un equilibrio que terminaría por romperse generando un enfrentamiento —no siempre visible— entre ambas posiciones, en especial a partir de las décadas de 1560 y 1570. La identificación o no de las jefaturas indígenas tradicionales por parte de la administración colonial como tales autoridades originó una multiplicidad de posiciones en cuanto a adopción en todo, en parte o en nada, de las nuevas formas culturales y religiosas. 

Hubo situaciones y momentos en los cuales curacas y caciques participaron como agentes de penetración y solidificación de la nueva cultura y religión. Por el contrario, en otros casos constituyeron el núcleo de resistencia más firme y contundente. 

Una de las formas más características de resistencia fue el regreso a los antiguos cultos por parte de algunas parcialidades y grupos étnicos, rechazando el modelo evangelizador cristiano. 

Fue lo que algunos autores han denominado en la región andina «el retorno de las Huacas», un fenómeno general en todo el continente después de 1550- 1560. 

Fue identificado por parte de las autoridades coloniales, las eclesiásticas y las civiles como resistencia a la colonización y a la evangelización. 

Tuvo la peculiaridad de introducir a los eclesiásticos que hasta entonces habían mantenido una política general de cierta tibieza —salvo algunas personalidades concretas— en defensa de la población indígena, en la represión directa contra esta resistencia. 

Una actitud en la que la resistencia indígena a la cristianización fue juzgada como beligerancia activa contra el cristianismo y el Evangelio. 

Comenzaron entonces las llamadas campañas anti-idolátricas, conocidas como «extirpación de idolatrías», que consistieron en la erradicación y destrucción sistemáticas, intensivas y a fondo de cuanto culto prehispánico se mantuviera y pudiera ser hallado, tanto público como privado, tanto físico (destrucción de ídolos, adoratorios, representaciones, etc.) como cultural (actitudes, fiestas, ritos, etc.), conllevando la eliminación de las antiguas castas sacerdotales que aún pervivían en el seno de pueblos y comunidades indígenas. 

El universo indígena aprendió muy pronto que el régimen colonial ofrecía en sí mismo los elementos para manifestar y ejercer una resistencia efectiva: no sólo la vía judicial, sino la institucional e incluso la misma religiosidad cristiana. 

Se aprendió también que el enfrentamiento directo no era el mejor modo de llevarla a cabo. Mostrar una aculturación aceptada sólo aparentemente era una forma de resistir. 

En esta lucha entre ambas teologías, los españoles aplicaron el mismo método que en otras facetas del mundo colonial. La coacción y la «extirpación» de todo lo que se opusiera. 

Las campañas contra las idolatrías se extendieron por el continente. Los curacas y caciques tuvieron en ellas también un papel protagonista. Para algunos, cuando la relación de autoridad en el interior de su grupo se basaba en todo o en parte en el papel sacerdotal que les concedía la antigua tradición, la resistencia a la evangelización fue notable; y el resultado, su eliminación y la imposición de nuevas autoridades más aculturadas y dóciles. 

En otros casos, el cacique fue precisamente el principal vehículo de aculturación. Estas campañas de extirpación de las antiguas religiones lograron, décadas después, el efecto deseado: por eliminación, por temor o por consenso, la nueva religión, si acaso formalmente, terminó imponiéndose entre la población indígena, con los consiguientes cambios en los modos de entender el mundo y la realidad. 

Por otra parte, las concentraciones forzosas de población indígena, llamadas «congregaciones» en México o «reducciones» en el Perú, originaron importantes traslados forzosos de grupos y etnias, y la aparición de los llamados «pueblos de indios» o «comunidades». 

Siguiendo el modelo europeo de ciudades o pueblos, se obligó a la población a abandonar el tradicional hábitat disperso prehispánico, base del aprovechamiento integral de los recursos y de la organización del trabajo. 

Ello conllevó la ruptura de los antiguos ayllus o los calpulli, la remoción de autoridades, la dislocación de los entramados familiares, la aparición del tributo, y con él la introducción del dinero y los mercados según el modelo occidental. 

Se rompieron así radicalmente los antiguos modos de asentamiento, de producción, de relación e intercambio, de reciprocidad y redistribución, es decir, las bases materiales del mundo prehispánico, y se introdujeron por vía de la fuerza cambios muy profundos en la organización de la vida, material, política y espiritual de millones de indígenas. 

A pesar de estos cambios, y como demostración de que el poder de resistencia y adaptación del mundo indígena fue impresionante, los viejos patrones comunales pudieron reconstruirse usando jirones de los antiguos ayllus o calpulli y utilizando los lazos de parentesco, no sólo los tradicionales, sino incorporando el nuevo modelo impuesto por los frailes de familia occidental y cristiana. 

Y ello fue muy importante porque, si bien exteriormente los dominadores pudieron contemplar un mundo en apariencia re-ordenado, en realidad nunca supieron ni entendieron cuánto del mundo antiguo permanecía vivo y activo, palpitando y desarrollándose en el interior de las formas aparentemente aceptadas de dominación. 

Si bien es cierto que los cultos imperiales, tanto en México como en Perú, fueron con cierta facilidad reemplazados por los nuevos dioses europeos, los cultos populares locales pudieron permanecer o rebrotar. Estos cultos y ritos resultaron mucho más difíciles de erradicar. 

Eso no impedía que, aparentemente, pueblos completos parecieran cumplir los rituales del culto cristiano, pero subterráneamente las Huacas habían regresado. 

Fue una yuxtaposición de religiones en la que, obviamente, resultaba muy difícil de extirpar la parte que frailes y sacerdotes consideraban idólatra. 

Incluso en los modos tradicionales de vestir los cambios fueron escasos. Valga el ejemplo del uso del sombrero castellano, que se generalizó, pero el resto de la indumentaria siguió siendo la misma. 

Otros muchos ámbitos del universo prehispánico parecieron quedar incólumes, partiendo de algo muy importante como fue el uso de las lenguas originarias y la escasa penetración del castellano como idioma de uso corriente. 

En resumen, en los cincuenta años posteriores a la conquista, el mundo indígena siguió observando al mundo colonial a través de las categorías espaciales, temporales, simbólicas y espirituales anteriores. 

Pero siempre fueron conscientes de que les era imposible escapar al cataclismo de la dominación colonial. La resistencia incaica, y la de algunos poderosos señores étnicos mexicanos, centroamericanos o del centro y sur de la actual Colombia, de Chile o de Bolivia, son ejemplos de esta resistencia activa. 

No sólo reivindicaron la lucha contra el invasor europeo, sino frente a su cultura y a su religión. Pero la situación se hizo mucho más compleja. 

En la década de 1560 en Huamanga, estalló en la sierra central de Perú, un movimiento de marcado carácter milenarista. 

Los frailes españoles comenzaron a tener noticias de una gran sublevación que preparaban los antiguos sacerdotes, seguramente una continuación local del movimiento de resistencia a la hegemonía española que desde Vilcabamba dirigía el Inca Túpac Amaru. 

Pero pronto la revuelta de Huamanga pasó a tomar otra dimensión. Las informaciones llegadas a Lima hablaban del Taky Onkoy, la enfermedad del canto. Indígenas de comunidades enteras dejaban de trabajar y comenzaban a bailar y a cantar orando a sus viejos dioses, en un estado de trance colectivo que se transmitía de pueblo en pueblo como una epidemia. 

Informes más exhaustivos afirmaron que se trataba de la acción de los «brujos» indígenas, quienes predicaban el fin de la dominación blanca porque, afirmaban, las Huacas destruidas volverían a la vida, lucharían contra el Dios cristiano y le vencerían, expulsando a los españoles. 

Las Huacas, que habían sido maltratadas, y durante años no habían recibido ni las honras ni los sacrificios rituales que merecían, vagaban abandonadas por el mundo. 

De manera que con su regreso matarían a todos los indios convertidos al cristianismo, a los bautizados, causantes de su deshonra y hambre, a los que trabajaban y se plegaban a los mandatos de los blancos. 

Así, era orden terminante no entrar en las iglesias, no bautizarse, ni hablar la lengua ni vestir como los blancos, ni tratar o trabajar para ellos. 

El Taky Onkoy no significó un posicionamiento activo de la población indígena en cuanto a tomar las armas y luchar contra los españoles. Era aquélla una guerra de las Huacas contra los dioses invasores. 

El principal encargado por la Iglesia limeña para eliminar la insurrección fue Cristóbal de Albornoz, quien persiguió a los antiguos sacerdotes, supuestos promotores del movimiento, hasta acabar con ellos mediante escarmientos públicos en las plazas de los pueblos, delante de los indígenas, en una represión que se extendió por toda la sierra peruana coincidiendo con la captura del inca rebelde de Vilcabamba, Túpac Amaru, y su decapitación en la plaza del Cuzco en 1572 ante una multitud aterrada. 

Con la muerte del último inca y la quema de las sagradas momias de sus antepasados sin que las viejas Huacas lo impidieran, el fin del Taky Onkoy significó el fin del mundo prehispánico. 

La resistencia en adelante debía desarrollarse de otro modo. 

LA RESISTENCIA EN LAS FRONTERAS 

Aunque impresiona la fuerza de este mundo colonial en la América nuclear, en especial en México central y en Perú, puede afirmarse que, a finales del siglo XVI, el mundo americano era todavía un gigantesco universo de fronteras. 

En estas áreas de frontera, la resistencia a la invasión europea cobró características bien diferentes —aunque no por ello menos contundentes— que en la América nuclear. 

Una resistencia, o un rechazo directo a la invasión. No eran, pues, sólo fronteras físicas; eran fronteras donde se confrontaban distintos y a veces antagónicos universos culturales. 

Sólo fueron dominadas tras largos y costosos esfuerzos bélicos, con el exterminio total, la negociación o tras un proceso lentísimo de aculturación. 

El norte de Mexico, con la presencia chichimeca, fue una frontera de continua guerra durante 100 años. 

Al ir desplazando a los chichimecas hacia el norte –de forma muy lenta- se toparon con apaches, comanches y navajos, continuando el conflicto. 

Las fronteras de la selva y de los grandes ríos situados en la vertiente oriental de la cordillera andina conforman otro gigantesco espacio de miles de kilómetros de norte a sur, y de oeste a este, donde la penetración colonial fue muy lenta. 

Una penetración que debemos situar también en el largo tiempo y que estuvo dotada de un marcado carácter individualista y de autonomía respecto de los focos coloniales de poder. 

Pero el área donde una frontera como tal acabó por establecerse con mayor crudeza e intensidad estuvo situada más al sur, al este de Charcas, con los indígenas conocidos como Chiriguanos. 

También aquí, el establecimiento de centros mineros cerca de la zona, como Potosí o Lípez, originó que los conflictos fronterizos se agravasen. 

Ya en la época incaica, y al igual que sucedió con los aztecas respecto de los chichimecas, desde el Cuzco se habían enviado mitimaes (colonos) a poblar y defender la frontera contra estos pueblos que, procedentes de los grandes ríos del Este, amenazaban las fronteras del Imperio incaico, enviando expediciones de castigo que en numerosas ocasiones acabaron siendo derrotadas por estos poderosos guerreros. 

Los españoles se encontraron también con los chiriguanos al ocupar el espacio incaico en la región, e igualmente se estrellaron contra ellos. La frontera estuvo incendiada durante décadas. 

Una vez derrotados los incas, en la segunda mitad del siglo XVI, los chiriguanos continuaron la guerra. Llegaron en sus ataques hasta muy cerca de Potosí. 

Tras la ejecución en el Cuzco del último inca, Túpac Amaru, el virrey de Perú, Francisco de Toledo decidió continuar la guerra contra los chiriguanos, pero casi muere en el intento. Su ejército fue diezmado. 

Muchos españoles, mestizos e indios serranos terminaron como prisioneros y esclavos de los chiriguanos. La frontera siguió encendida durante siglos, en todo caso lo único que lograron los españoles, fundando más fuertes y más ciudades y pueblos, fue proteger por todos los medios los reales de minas de Potosí y su región. 

Precisamente, las necesidades de abasto tanto de vituallas como de mano de obra de las minas del Alto Perú motivaron ciertos acercamientos entre españoles y chiriguanos, si bien no a nivel oficial. 

Pero por otra, estas transacciones eran estacionales y puntuales: a temporadas de «intercambios» pacíficos seguían otras de invasiones violentas. La última gran frontera de la época fue sin duda la chilena. 

En Chile, esta frontera se fue estableciendo poco a poco sobre las orillas del río Bío-Bío, al Sur de Santiago. La escasez de mano de obra originó continuas penetraciones hacia el sur en busca de araucanos para esclavizar. La resistencia de éstos fue tenaz y duradera. 

Los araucanos también aprendieron de los españoles su forma de combatir, usaron el caballo y mejoraron su armamento aplicando los metales a sus arcos y flechas, con los que se hicieron temibles. 

En sus incursiones, conocidas como «malocas », a veces cruzaban la cordillera y podían llegar por la Patagonia hasta las pampas de Buenos Aires. 

Aunque se establecieron algunos acuerdos de no agresión en esta línea de la frontera del Bío-Bío, no fueron pocos los casos en los que los españoles rompieron los pactos, produciéndose una nueva sublevación general. 

En estas guerras, muchos asentamientos de españoles fueron arrasados, produciéndose un repliegue de la frontera hacia el norte, mientras las autoridades coloniales organizaban grandes expediciones para empujar a los araucanos y mapuches de nuevo hacia el sur. Durante la siguiente centuria, la frontera continuaría en armas.

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