El 2 de enero de 1945, en la fase final de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, la aviación estadounidense lanzó un masivo ataque aéreo contra posiciones japonesas en Taiwán (entonces bajo dominio colonial nipón) y Okinawa, como parte de la estrategia aliada para debilitar las defensas del Imperio Japonés antes de la invasión planeada a las islas metropolitanas.
Estos bombardeos, ejecutados por portaaviones y bombarderos pesados B-29, buscaban destruir infraestructuras militares, aeródromos y líneas de suministro, aislando así a las tropas enemigas y facilitando futuras operaciones anfibias.
Okinawa, en particular, era un objetivo crucial por su ubicación estratégica —a solo 550 km de Japón— y sería escenario meses después de una de las batallas más sangrientas de la guerra (abril-junio de 1945).
Los ataques del 2 de enero reflejaron la superioridad aérea absoluta de Estados Unidos en esa etapa del conflicto, así como la transición hacia una guerra total que incluía blancos civiles para quebrar la resistencia japonesa.
Taiwán, colonizada por Japón desde 1895, sufrió también los efectos de una guerra que aceleraría su futura desvinculación del imperio tras la derrota de 1945.
En conclusión, estos bombardeos no fueron incidentes aislados, sino pasos calculados en la ofensiva final contra Japón.
Marcaron el preludio de batallas aún más cruentas (como Iwo Jima y Okinawa) y demostraron el poder devastador de una campaña aérea que culminaría con los ataques atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki.
Un episodio que subraya el costo humano de la guerra y la implacable lógica militar del siglo XX.
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