Ubicada a medio camino entre la capital virreinal y los centros mineros del norte, en la región del Bajío comenzó la insurgencia de 1810.
Allí, después de dos siglos de relativa tranquilidad, rápidamente colapsó el control social terrateniente. La insurgencia estalló en la periferia, una de las regiones más fértiles y «modernas» de Nueva España, un área dominada por los cultivos comerciales y carente de una fuerte tradición de comunidades campesinas.
Se trata de un área que no contaba con una densa población indígena en la época prehispánica, un rasgo define la región: ser área de atracción de poblaciones emigrantes desde otras regiones novohispanas.
Esta población fue básicamente mestiza y, si bien el componente indígena fue destacado, en su mayor parte se trataba de emigrantes internos profundamente hispanizados.
Las haciendas del Bajío utilizaron la presencia de arrendatarios de modo cada vez más acentuado, primero en aquellas tierras donde la hacienda mantenía un vago control del territorio.
Ello permitía a la hacienda reducir su dependencia de los peones «acasillados», pero significó una amenaza para ella cuando la economía entraba en una fase de auge de la demanda pues se encontraba con una economía campesina competitiva en el mercado de granos.
Ello abrió a los terratenientes la posibilidad de convertirse en meros rentistas y, apoyándose en el crecimiento de la población y de los precios de la tierra, tendió a generalizarse el régimen de aparcería.
El Bajío ofrece un sugerente marco de referencia. Pone de manifiesto el proceso de constitución y la capacidad de persistencia de un régimen de pequeña producción rural —y aun de propiedad— compatible con un proceso general de expansión de la gran hacienda y que se convierte en un problema central cuando la fase de auge de la producción cerealera muestre la existencia de una economía campesina competitiva en el mercado.
Aquí, la producción cerealera está orientada esencialmente al mercado urbano regional y su expansión se asienta en el crecimiento de ese mercado.
Un hecho decisivo de esta transformación es que la expansión y el fortalecimiento de la hacienda significaron un avance de la tierra agrícola sobre las tierras destinadas a pasturas y un desplazamiento a zonas marginales y áridas de los cultivos de maíz desplazados por el trigo.
Las implicaciones de estos movimientos son amplias y profundas. Apuntan a un endurecimiento de las condiciones sociales y a una creciente polarización social, permiten el control del mercado regional de cereales por parte de la hacienda y afecta a la capacidad de reproducción de la masa campesina.
De este modo, hacia la década de 1780 una tremenda hambruna sacudió al Bajío, y la situación volvió a repetirse a principios del siglo XIX y desde 1809.
En esas condiciones, la presión terrateniente orientada al aumento de las rentas y el desplazamiento a tierras marginales socavaba tanto la seguridad de la autosuficiencia campesina como sus lazos de lealtad y obediencia a la hacienda.
Fuera del Bajío, el otro foco decisivo de la insurgencia de 1810 se encontró al oeste, en las tierras altas de Jalisco en torno a la campaña de Guadalajara.
El desarrollo de la hacienda y los cultivos comerciales en Guadalajara estuvo limitado por la capacidad comunal de control de una parte importante de la tierra y la fuerza de trabajo y su activa participación en los mercados regionales de cereales.
Como en el Bajío, esta estructura agraria sufrió intensas transformaciones durante el siglo XVIII que conllevaron un deterioro creciente de las condiciones de vida de la población rural.
Entre los procesos análogos que pueden registrarse cabe señalar el rápido crecimiento de la población rural y regional, que permitió a las élites terratenientes afrontar su crónica escasez de mano de obra.
la ampliación del área de cultivos comerciales por parte de los hacendados sobre las tierras antes destinadas a pastizales y el más rápido incremento de la producción de trigo que la de maíz.
Sin embargo, estos procesos análogos tenían lugar en contextos sociales regionales muy diferentes entre sí.
en ambos casos el resultado de las tensiones desatadas será la insurgencia de 1810, ni los puntos de partida, ni los factores de adhesión o su confi- guración social fueron análogos.
El rápido crecimiento de la ciudad de Guadalajara (triplicó su población entre 1750 y 1810; tenía unos 40.000 habitantes hacia 1820) implicó un desarrollo de la agricultura comercial que se manifestó especialmente en una expansión de la gran hacienda y un aumento de las condiciones de explotación campesina antes que mediante el cambio tecnológico o la intensificación de la producción.
La situación es, pues, diferente al Bajío, donde la transformación se dio mediante la expansión del área bajo riego. Así, durante el siglo XVIII en ambas zonas se produjo una progresiva sustitución de la ganadería extensiva por la producción de cereales, las modalidades fueron muy distintas.
Un resultado común a ambos casos fue que la tierra dejó de ser un recurso abundante y barato y hubo una valorización general de las propiedades, en especial de las más grandes.
En condiciones de rápida e intensa mercantilización, el crecimiento demográfico rural que abarca a todos los sectores sociales y étnicos parece haber sido mucho más corrosivo para los pueblos de indios de Guadalajara.
Los conflictos por la tierra se entablaron tanto entre haciendas y comunidades como entre campesinos y las disputas se concentraron en el uso de tierras marginales.
Mientras que en el Bajío la tendencia reconocible es hacia una creciente polarización social e inseguridad creciente, en Guadalajara el empeoramiento de las condiciones de vida y la polarización social aparecen amortiguados por la capacidad de contención de la hacienda.
En ello quizá resida una de las diferencias cruciales de ambas adhesiones a la insurgencia: mientras que en el Bajío estalla primero y está asociada directamente al impacto de la hambruna y la carestía que se desatan desde 1809, en Guadalajara no se manifiesta y la adhesión es posterior.
Es el resultado del traslado de la lucha militar desde el Bajío hacia los altos de Jalisco. Esta adhesión «por contagio» pone de manifiesto que, aquí, la insurgencia tiene otros componentes y canaliza otro tipo de tensiones sociales previas.
La explicación a través de la metáfora del contagio oculta la tradición de resistencia campesina e indígena en la zona y que la insurgencia capitaliza una resistencia que se expresa ante todo en forma de lucha de los pueblos aprovechando los intersticios del sistema legal y, después de 1790, en un creciente "bandolerismo".
En Guadalajara fueron justamente los intentos terratenientes por cerrar el acceso al usufructo de bienes comunales, uno de los motores básicos del conflicto entre pueblos y haciendas.
A su vez, la capacidad de mediación del Estado en esas relaciones —y con ello su posibilidad de sostener la estabilidad del mundo social rural— parece haber sido deficiente en Guadalajara.
En el Bajío, las bases sociales de la rebelión se reconocen entre el personal dependiente de las haciendas y el campesinado independiente.
Si se tienen en cuenta las áreas regionales y los principales sectores sociales en que se reclutan los rebeldes, puede verse que la variación regional es muy significativa y que la comprensión de la rebelión debe hacerse a escala regional.
En Guadalajara, entre el sector terrateniente y la masa campesina indígena operan una serie de grupos sociales mediadores.
Estos grupos ocupan posiciones marginales o intersticiales en relación con ellos e intervienen como vínculos entre el campesino y los sectores comerciales, cerrando la brecha entre esos dos mundos, y articulando dos modos de producción.
Entre estos elementos intermediarios destacan los arrendatarios de ranchos. Se trata generalmente de hombres de origen desconocido, hábiles y emprendedores que se desenvuelven en una multiplicidad de oficios y actividades productivas, comerciales o gubernamentales y de administración.
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