La economía africana ha sido históricamente dependiente de la ayuda externa, que en muchos casos se ha convertido en su principal fuente de inversiones.
En algunos países, esta ayuda llegó a representar hasta el 90 % del gasto público, lo que refleja una profunda vulnerabilidad económica y estructural.
Este fenómeno se vio agravado por la deuda externa africana, que en relación con su Producto Bruto Interno (PBI) era la más alta del mundo en ciertos períodos, aunque es importante señalar que este tipo de medición puede ser engañosa y utilizada para justificar discursos conservadores.
Durante la década de los 90, África subsahariana experimentó un incremento en las desigualdades y la pobreza extrema, exacerbadas por guerras civiles y crisis alimentarias.
Se estima que alrededor de nueve millones de personas fueron desplazadas debido a estos conflictos y la falta de seguridad alimentaria.
Los gobiernos africanos, bajo la presión del neoliberalismo, adoptaron políticas que exacerbaban su fragilidad económica.
Se produjo un cambio significativo desde la pesada intervención estatal del llamado "socialismo africano" hacia el desmantelamiento del sector público, lo que en muchos casos dejó a las poblaciones vulnerables sin acceso a servicios básicos.
El fin del apartheid en África austral no trajo consigo la estabilidad esperada, sino que desencadenó guerras civiles en países como Angola y Mozambique, donde diferentes facciones luchaban por el poder y la independencia.
La década de los 90 marcó un período de agitación social en muchos países africanos, con protestas callejeras y demandas populares para reformar las instituciones políticas.
Se llevaron a cabo conferencias nacionales con el objetivo de cambiar las normas constitucionales, las leyes electorales y garantizar los derechos humanos y las libertades públicas.
Sin embargo, la democratización en África se enfrentó a numerosos obstáculos, incluyendo la persistencia de formas indirectas de control social heredadas del colonialismo.
Muchos expertos sostienen que la verdadera democratización debe llegar también al medio rural y desmantelar estas estructuras de dominación.
Los condicionamientos impuestos por el orden global contribuyeron al surgimiento de guerras civiles en varias regiones de África.
Desde Nigeria hasta Costa de Marfil, conflictos armados estallaron por intereses políticos y económicos, a menudo vinculados a la explotación de recursos naturales como los diamantes.
En el este de África, la violencia interétnica en países como Burundi y el genocidio en Ruanda en 1994 dejaron cicatrices profundas. Además, la lucha armada en la República Democrática del Congo y los conflictos en la región de los Grandes Lagos complicaron aún más la situación.
En el Cuerno de África, Somalia y Sudán fueron escenarios de conflictos prolongados, mientras que la guerra entre Etiopía y Eritrea evidenció las tensiones territoriales y étnicas en la región.
La posguerra fría vio un aumento significativo en las guerras civiles en África, muchas de las cuales fueron influenciadas por el flujo de refugiados, el comercio de armas y los intereses geopolíticos de países vecinos.
Estos conflictos, aunque a menudo se presentan como locales, están conectados con dinámicas regionales y globales más amplias.
La resolución de estos conflictos se ve obstaculizada por la participación de actores poderosos, como mercenarios extranjeros y grupos armados privados, que buscan mantener el statu quo en beneficio propio.
Además, la persistencia de creencias arraigadas y la justificación de la violencia en nombre de causas consideradas justas por vastos sectores de la población dificultan aún más la búsqueda de soluciones duraderas.
En este sentido, los estados fallidos se convierten en terrenos fértiles para la propagación del terrorismo global y la inestabilidad regional.
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