La mayor parte de los propietarios o arrendatarios de minas, es decir, los empresarios de la producción minera, estaban estrechamente unidos a los comerciantes locales quienes adelantaban a los productores gran parte del capital.
Bien el inicial para poner en funcionamiento, una mina recién descubierta, o bien el capital indispensable para el normal funcionamiento de la empresa minera.
A su vez, estos comerciantes eran deudores de los grandes mercaderes de la capital novohispana, quienes habían adelantado a aquéllos los fondos necesarios —nuevamente, en mercancías— para que los intercambiaran (por plata contante y sonante) en los reales de minas y en las villas cercanas.
Allí donde la inflación de la plata tornaba a ésta más barata y a las mercancías relativamente más caras.
Finalmente, las barras quintadas llegaban a la ciudad de México en pago de aquellas mercancías que los grandes comerciantes habían adelantado a los «viandantes» y «rescatadores» y a los comerciantes locales; esas barras estaban destinadas a ser amonedadas.
Aquellos comerciantes mayoristas entregaban ahora la plata en pasta a otro grupo que se hallaba en el pináculo de todo el sistema: los «mercaderes de la Casa de Moneda».
En México este pequeño y poderoso último círculo mercantil dentro de la colonia especulaba constantemente con la plata en pasta; obviamente, cobraban una comisión a los comerciantes al recibir las barras destinadas a la fabricación de monedas y, además, esa tasa variaba en función de la abundancia o escasez del metálico o, lo que es lo mismo, en función de la actividad minera.
Asimismo, los cambios en la ley de la plata tendían a beneficiarlos. De esta forma, la plata amonedada, vuelta a manos de sus comisionistas se preparaba para tomar el camino del viejo continente o, más directamente, vía el galeón de Manila, se dirigía hacia su lejano destino final en el continente asiático.
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