Durante el siglo XIX, un periodo marcado por importantes cambios políticos y sociales, las fuerzas políticas dominantes fueron el Liberalismo, el Conservadurismo y el Socialismo.
Estas corrientes ideológicas se enfrentaron en debates y luchas por el poder, configurando el panorama político de la época.
Sin embargo, a medida que avanzaban las primeras décadas del siglo XX, se gestaba un cambio significativo en el panorama político europeo.
Este cambio se manifestó con la emergencia de una nueva corriente política de derecha, caracterizada por ideas distintivas y un marcado sentimiento de frustración.
Esta nueva corriente, que eventualmente se identificaría como fascismo, rechazaba violentamente la primacía de la razón y encontraba en la fuerza y la violencia una forma de expresión.
El contexto histórico de la Primera Guerra Mundial, que estalló en 1914 y se extendió hasta 1918, junto con las posteriores crisis económicas, fueron factores determinantes en la consolidación y propagación del fascismo.
La brutalidad y el caos resultantes de la guerra y las dificultades económicas generaron un terreno fértil para la propagación de ideologías extremistas.
El fascismo, en su búsqueda de poder y control, promovió una cultura de violencia y militarismo. Surgieron formaciones paramilitares que actuaban como brazo armado del movimiento, buscando mantener el orden social y evitar la expansión de ideas socialistas o comunistas, como las que representaba la Revolución Rusa de 1917.
Aunque el fascismo logró arraigarse en algunos países europeos, como Italia y Alemania, en otros lugares su influencia fue efímera.
Factores como la resistencia de las instituciones democráticas y la fortaleza de las tradiciones políticas impidieron su ascenso en naciones como Gran Bretaña, Islandia o Australia.
Italia y Alemania compartían ciertos rasgos que facilitaron el surgimiento y la consolidación del fascismo. Ambos países experimentaron una industrialización tardía, lo que generó tensiones sociales y económicas.
Además, la crisis de legitimidad de las élites políticas tradicionales y la percepción de humillación tras la Primera Guerra Mundial contribuyeron al caldo de cultivo para el ascenso del fascismo.
La retórica fascista se caracterizaba por su anti-capitalismo, anti-marxismo y anti-liberalismo. Presentándose como una fuerza redentora de la nación, el fascismo atraía apoyo de diversas clases sociales, incluida la obrera, al prometer soluciones a sus problemas y ansiedades.
Las élites gobernantes, temerosas de la amenaza socialista, respaldaron el ascenso del fascismo para preservar el status quo y eliminar a la izquierda política como competencia.
Una vez en el poder, líderes fascistas como Hitler y Mussolini mantuvieron una relación ambigua con el capitalismo.
Si bien no cuestionaron su existencia, subordinaron los intereses económicos a la realización de sus visiones nacionalistas y expansionistas.
El uso del terror y la represión fue una constante en ambos regímenes, utilizados para mantener el control y silenciar cualquier oposición.
Además de la represión, los regímenes fascistas implementaron políticas de cooptación y beneficios para la población, buscando asegurar su lealtad y apoyo.
Suprimieron los sindicatos y los partidos socialistas, promoviendo la idea de una supuesta igualdad dentro de la nación y fomentando la conformidad a través de la propaganda y la integración en organizaciones controladas por el Estado.
En resumen, el ascenso del fascismo en el siglo XX estuvo marcado por un complejo entramado de factores políticos, económicos y sociales. Surgió en un contexto de crisis y descontento, ofreciendo respuestas simplistas y autoritarias a los desafíos de la época.
Su legado, caracterizado por el autoritarismo, la violencia y la intolerancia, sigue siendo objeto de estudio y reflexión en el ámbito académico y político contemporáneo.
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