La Operación Gneisenau, desarrollada entre el 9 y el 12 de junio de 1918 en el sector del río Matz entre los salientes creados por las ofensivas Michael y Blücher-Yorck, representa el penúltimo acto de la Ofensiva de Primavera alemana, un intento desesperado y mecánico de rectificar los errores estratégicos anteriores que terminó por consumir los últimos vestigios de capacidad ofensiva del ejército imperial.
Esta batalla, aunque menos conocida que sus predecesoras, encapsula la transición definitiva de la iniciativa alemana a la aliada en el Frente Occidental.
Desde la perspectiva militar operativa, Gneisenau fue esencialmente un intento de corrección geométrica. Ludendorff, observando el mapa del frente occidental, identificó el peligroso saliente creado por Blücher-Yorck que se proyectaba hacia el Marne, flanqueado al norte por el saliente de Michael y al sur por posiciones francesas intactas.
Su objetivo era simple: atacar hacia el oeste desde el saliente de Blücher-Yorck para conectarse con fuerzas que avanzarían desde el saliente de Michael, creando así un frente continuo y más defendible, al mismo tiempo que amenazaba los accesos a París desde el noroeste.
La preparación, sin embargo, carecía del sigilo y originalidad de ofensivas anteriores: los franceses, ahora bajo el mando unificado de Foch y con inteligencia mejorada, anticiparon el ataque casi por completo.
Estratégicamente, Gneisenau reflejaba la creciente incoherencia del pensamiento estratégico alemán. Ludendorff, en lugar de consolidar las ganancias territoriales espectaculares pero insostenibles de las ofensivas previas, optó por otra ofensiva que requería nuevamente el compromiso de reservas preciosas.
El objetivo de "conectar los salientes" era esencialmente defensivo - mejorar posiciones para la inevitable contraofensiva aliada - pero se perseguía mediante medios ofensivos costosos.
Esta contradicción fundamental entre objetivos tácticos ofensivos y necesidades estratégicas defensivas caracterizaría el colapso final del esfuerzo bélico alemán.
En el ámbito táctico, Gneisenau demostró que la sorpresa, elemento crucial del éxito alemán desde marzo, se había perdido irrevocablemente.
El general francés Charles Mangin, comandante del Tercer Ejército francés en el sector, recibió advertencias precisas de la inteligencia francesa y preparó una defensa en profundidad elástica.
Cuando los alemanes lanzaron su ataque el 9 de junio con 21 divisiones, encontraron no posiciones estáticas vulnerables sino una defensa móvil que cedía terreno tácticamente mientras infligía bajas desproporcionadas.
La innovación francesa clave fue el "bombardeo de contra-preparación": 1,100 cañones franceses abrieron fuego sorpresivamente sobre las tropas alemanas de asalto justo cuando se concentraban para el ataque, diezmando a las unidades de stormtroopers antes de que comenzaran su avance.
Logísticamente, Gneisenau expuso la fatiga terminal del sistema de suministro alemán. Las tropas atacantes, muchas de las cuales habían participado en tres ofensivas consecutivas desde marzo, mostraban signos evidentes de agotamiento físico y moral.
El equipo era escaso, la comida insuficiente, y la motivación había descendido notablemente tras el fracaso en alcanzar objetivos decisivos en las ofensivas anteriores.
En contraste, los franceses operaban desde líneas de suministro cortas y eficientes, con abundante artillería y municiones proporcionadas por la industria de guerra ahora funcionando a plena capacidad.
Humanamente, la batalla fue particularmente costosa para ambos bandos en proporción a sus ganancias territoriales mínimas.
Los alemanes sufrieron aproximadamente 35,000 bajas por avances de apenas 9 kilómetros en algunos sectores, mientras que los franceses perdieron 35,000 hombres defendiendo posiciones que en gran medida mantuvieron.
Esta relación coste-beneficio desfavorable para Alemania marcó un punto de inflexión: por primera vez desde marzo, una ofensiva alemana no logró avances estratégicamente significativos a pesar de costos humanos sustanciales.
Psicológicamente, Gneisenau representó la pérdida definitiva de la iniciativa psicológica alemana. Los soldados franceses, que en mayo habían retrocedido en desorden ante Blücher-Yorck, ahora resistían con confianza renovada, conscientes de que las tácticas alemanas eran predecibles y que los refuerzos estadounidenses llegaban diariamente.
Para los alemanes, el fracaso en lograr una ruptura a pesar de un esfuerzo significativo comenzó a generar lo que los oficiales llamaron "derrotismo de primera línea" - la creencia entre los soldados rasos de que la guerra ya no podía ser ganada.
Tecnológicamente, la batalla destacó la creciente superioridad aliada en artillería e inteligencia. Los franceses emplearon por primera vez de manera sistemática el "sound ranging" (localización por sonido) y el "flash spotting" (detección por destellos) para identificar y neutralizar las baterías alemanas con precisión antes del ataque.
La aviación aliada, ahora dominante en los cielos, proporcionó reconocimiento en tiempo real que permitió a Mangin anticipar cada movimiento alemán.
Políticamente, Gneisenau aceleró dos procesos cruciales: la consolidación del poder de Foch como comandante supremo aliado (que ahora coordinaba contraofensivas limitadas incluso durante las ofensivas alemanas) y el colapso de la confianza en Ludendorff dentro del alto mando alemán.
Oficiales como el general von Lossberg comenzaron a abogar abiertamente por una transición a la defensiva estratégica, advirtiendo que cada ofensiva adicional debilitaba irreparablemente al ejército.
En la memoria histórica, la Batalla de Matz ha quedado eclipsada por las ofensivas alemanas más espectaculares de 1918, pero representa el momento preciso donde la máquina de guerra alemana comenzó a fallar mecánicamente.
No fue una derrota clara, sino un estancamiento costoso que indicaba que la fórmula ofensiva alemana - sorpresa, artillería concentrada, infiltración por stormtroopers - había perdido su efectividad ahora que los aliados habían descifrado sus patrones y desarrollado contramedidas efectivas.
La Operación Gneisenau, en última instancia, representa el último intento de Ludendorff de mantener viva una estrategia ofensiva que ya había fracasado estratégicamente.
Al lanzar otra ofensiva sin objetivos claros más allá de mejorar posiciones tácticas, consumió las últimas reservas de un ejército al borde del agotamiento físico y moral.
En las colinas del Matz, donde el avance alemán se estancó tras apenas cuatro días de combates, se vislumbró el futuro inmediato: una transición irreversible de la iniciativa alemana a la aliada.
Esta batalla fue el preludio necesario para la Segunda Batalla del Marne (18 de julio), donde Foch lanzaría la contraofensiva aliada decisiva que explotaría precisamente la debilidad creada por los salientes alemanes inconexos que Gneisenau intentó inútilmente consolidar.
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