El 2 de enero de 1902, el presidente Porfirio Díaz colocó la primera piedra del Monumento a la Independencia de México, un acto profundamente simbólico que marcaría el inicio de una de las obras más representativas del porfiriato y de la historia urbana de la Ciudad de México.
El evento se realizó como parte de los preparativos para celebrar el Centenario de la Independencia, con la intención de rendir homenaje a los héroes patrios y, al mismo tiempo, proyectar una imagen de modernidad y orden a nivel nacional e internacional.
La colocación de esta piedra fundacional tuvo lugar en el Paseo de la Reforma, una avenida inspirada en los grandes bulevares europeos que Porfirio Díaz impulsó como eje del nuevo rostro de la capital mexicana.
La elección del lugar no fue casual: Reforma simbolizaba la apertura del país a las ideas del progreso, la civilización y el desarrollo urbano. Allí, en un espacio concebido para mostrar al mundo el México moderno, se alzaría un monumento que pretendía ser la máxima expresión del civismo nacional.
Diseñado por el arquitecto Antonio Rivas Mercado, el proyecto del monumento respondía a un estilo neoclásico imponente. La escultura que lo corona —una figura alada de bronce conocida como “El Ángel”— fue obra del artista italiano Enrique Alciati, y representaba la victoria y la libertad, valores vinculados con la gesta independentista.
Sin embargo, la construcción no se limitaba al simbolismo histórico: también servía como herramienta política. En una época en la que el régimen de Díaz acumulaba poder mediante una estructura autoritaria, la exaltación del pasado independentista le ofrecía legitimidad ideológica.
Se trataba de unir la figura de Díaz con los grandes héroes nacionales, sugiriendo una continuidad entre la lucha por la libertad y el gobierno del orden y la paz que él representaba.
La ceremonia de colocación de la primera piedra no fue un acto meramente técnico. Fue un acontecimiento cuidadosamente planeado, lleno de discursos, símbolos patrios y la presencia de altos funcionarios y miembros de la élite.
En esos gestos se plasmaba el espíritu del porfirismo, que combinaba una profunda admiración por Europa con la necesidad de construir una identidad nacional fuerte y cohesionada.
La obra tardaría varios años en completarse, y sería finalmente inaugurada el 16 de septiembre de 1910, en el punto más alto del régimen porfirista, solo meses antes del estallido de la Revolución Mexicana.
Con el paso del tiempo, el monumento se convertiría no solo en un símbolo de la capital, sino en un ícono del país entero: sitio de celebraciones, manifestaciones y homenajes cívicos.
También sería transformado en mausoleo de los héroes patrios, resguardando los restos de figuras clave de la independencia como Miguel Hidalgo, José María Morelos y Vicente Guerrero.
Lo que comenzó aquel 2 de enero de 1902 como un acto protocolar y arquitectónico terminó por convertirse en una pieza central de la memoria histórica mexicana.
El Monumento a la Independencia no solo conmemora un hecho fundacional, sino que también narra, desde su base hasta su cúspide, la compleja relación entre política, historia y poder en el México moderno.
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